¡Gloria al bravo Chávez!
Cuesta muchísimo asimilar la dolorosa noticia del fallecimiento de Hugo
Chávez Frías. No puede uno dejar de maldecir el infortunio que priva a
Nuestra América de uno de los pocos “imprescindibles”, al decir de
Bertolt Brecht, en la inconclusa lucha por nuestra segunda y definitiva
independencia. La historia dará su veredicto sobre la tarea cumplida por
Chávez, aunque no dudamos de que será muy positivo.
Más allá de cualquier discusión que legítimamente puede darse al
interior del campo antiimperialista –no siempre lo suficientemente sabio
como para distinguir con claridad amigos y enemigos– hay que partir
reconociendo que el líder bolivariano dio vuelta una página en la
historia venezolana y, ¿por qué no?, latinoamericana.
Desde hoy se hablará de una Venezuela y una Latinoamérica anteriores y
de otras posteriores a Chávez, y no sería temerario conjeturar que los
cambios que impulsó y protagonizó como muy pocos en nuestra historia
llevan el sello de la irreversibilidad. Los resultados de las recientes
elecciones venezolanas –reflejos de la maduración de la conciencia
política de un pueblo– otorgan sustento a este pronóstico. Se puede
desandar el camino de las nacionalizaciones y privatizar las empresas
públicas, pero es infinitamente más difícil lograr que un pueblo que
adquirió conciencia de su libertad retroceda hasta instalarse nuevamente
en la sumisión. En su dimensión continental, Chávez fue el protagonista
principal de la derrota del más ambicioso proyecto del imperio para
América latina: el ALCA. Esto bastaría para instalarlo en la galería de
los grandes patriotas de Nuestra América. Pero hizo mucho más.
Este líder popular, representante genuino de su pueblo, con el que se
comunicaba como nunca ningún gobernante antes lo había hecho, sentía ya
de joven un visceral repudio por la oligarquía y el imperialismo. Ese
sentimiento fue luego evolucionando hasta plasmarse en un proyecto
racional: el socialismo bolivariano, o del siglo veintiuno. Fue Chávez
quien, en medio de la noche neoliberal, reinstaló en el debate público
latinoamericano –y en gran medida internacional– la actualidad del
socialismo. Más que eso, la necesidad del socialismo como única
alternativa real, no ilusoria, ante la inexorable descomposición del
capitalismo, denunciando las falacias de las políticas que procuran
solucionar su crisis integral y sistémica preservando los parámetros
fundamentales de un orden económico-social históricamente desahuciado.
Como recordábamos más arriba, fue también Chávez el mariscal de campo
que permitió propinarle al imperialismo la histórica derrota del ALCA en
Mar del Plata, en noviembre de 2005. Si Fidel fue el estratega general
de esta larga batalla, la concreción de esta victoria habría sido
imposible sin el protagonismo del líder bolivariano, cuya elocuencia
persuasiva precipitó la adhesión del anfitrión de la Cumbre de
Presidentes de las Américas, Néstor Kirchner; de Luiz Inácio Lula da
Silva, y de la mayoría de los jefes de Estado allí presentes, al
principio poco propensos –cuando no abiertamente opuestos– a desairar al
emperador en sus propias barbas. ¿Quién si no Chávez podría haber
volcado aquella situación? El certero instinto de los imperialistas
explica la implacable campaña que Washington lanzara en su contra desde
los inicios de su gestión. Cruzada que, ratificando una deplorable
constante histórica, contó con la colaboración del infantilismo
ultraizquierdista que desde dentro y fuera de Venezuela se colocó
objetivamente al servicio del imperio y la reacción.
Por eso su muerte deja un hueco difícil, si no imposible, de llenar. A
su excepcional estatura como líder de masas se le unía la clarividencia
de quien, como muy pocos, supo descifrar y actuar inteligentemente en el
complejo entramado geopolítico del imperio, que pretende perpetuar la
subordinación de América latina. Supeditación que sólo podía combatirse
afianzando –en línea con las ideas de Bolívar, San Martín, Artigas,
Alfaro, Morazán, Martí y, más recientemente, el Che y Fidel– la unión de
los pueblos de América latina y el Caribe. Fuerza de-satada de la
naturaleza, Chávez “reformateó” la agenda de los gobiernos, partidos y
movimientos sociales de la región con un interminable torrente de
iniciativas y propuestas integracionistas: desde el ALBA hasta Telesur,
desde Petrocaribe hasta el Banco del Sur, desde la Unasur y el Consejo
Sudamericano de Defensa hasta la Celac. Iniciativas todas que comparten
un indeleble código genético: su ferviente e inclaudicable
antiimperialismo. Chávez ya no estará entre nosotros, irradiando esa
desbordante cordialidad; ese filoso y fulminante sentido del humor que
desarmaba los acartonamientos del protocolo; esa generosidad y altruismo
que lo hacían tan querible. Martiano hasta la médula, sabía que tal
como lo dijera el Apóstol cubano, para ser libres había que ser cultos.
Por eso su curiosidad intelectual no tenía límites. En una época en la
que casi ningún jefe de Estado lee nada –¿qué leían sus detractores
Bush, Aznar, Berlusconi, Menem, Fox, Fujimori?– Chávez era el lector que
todo autor querría para sus libros. Leía a todas horas, a pesar de las
pesadas obligaciones que le imponían sus responsabilidades de gobierno. Y
leía con pasión, pertrechado con sus lápices, bolígrafos y resaltadores
de diversos colores con los que marcaba y anotaba los pasajes más
interesantes, las citas más llamativas, los argumentos más profundos del
libro que estaba leyendo. Este hombre extraordinario, que me honró con
su entrañable amistad, ha partido para siempre. Pero nos dejó un legado
inmenso, imborrable, y los pueblos de Nuestra América inspirados por su
ejemplo seguirán transitando por la senda que conduce hacia nuestra
segunda y definitiva independencia. Ocurrirá con él lo que con el Che:
su muerte, lejos de borrarlo de la escena política, agigantará su
presencia y su gravitación en las luchas de nuestros pueblos. Por una de
esas paradojas que la historia reserva sólo para los grandes, su muerte
lo convierte en un personaje inmortal. Parafraseando al himno nacional
venezolano: ¡Gloria al bravo Chávez! ¡Hasta la victoria, siempre,
Comandante!
Por Atilio A. Boron
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