Del Porqué Nuestros Pueblos Originarios Se Oponen Al “Desarrollo” Y Del Vivir, El Buen Vivir Y El Ser En El Territorio
Cómo aceptar que
el desarrollo de proyectos, que las locomotoras destruyan eso que les ha
permitido subsistir como comunidad, aquello que ha sido perdido y vuelto a
ganar y a construir? Cómo renunciar a los territorios recuperados y
reconocidos, en un país donde si no se es indígena, se es campesino sin derechos
sobre la tierra y muchas veces sin tierra?
Catalina Rodríguez Ramos
Fuente: http://www.asud.net |
Dentro de la
discusión que da el Estado, las grandes empresas y la industria, cuando se
encuentran con que el territorio1 que van a intervenir, explotar, dinamitar o
inundar no está despoblado ni desprovisto de bienes y dones naturales ni de
significado para una población (sea ésta indígena, afro, campesina, rural o
urbana) aparece el argumento y la eterna promesa de desarrollo y progreso para
aquellos que vendan, se desplacen y entreguen esa porción de tierra que han
trabajado, habitado y sentido. Quienes se oponen a ello, no sólo se enfrentan a
un proyecto u obra en particular, sino a los postulados mismos del desarrollo
moderno que se asumen como necesarios a nivel cultural, social y económico.
Pareciera que
este argumento se vuelve irrebatible al naturalizarse en los modelos económicos
de los Estados, imponiendo y expresando una visión particular de existir en y
con el mundo, con la naturaleza y con los recursos. Es una visión, tan sólo que
es hegemónica y universalista y que en nuestro país, que en la última década se
ha enfocado en el extractivismo, en la explotación minera y agroindustrial, ha
ido de la mano del dinero, de las maquinarias, de las aplanadoras y también de
las motosierras, las balas, los gases lacrimógenos y el bolillo. Pudiera
parecer extraño entonces que quienes hoy han podido posicionarse frente a esta
visión, con más fuerza, con más apoyo y recursos legales, sean aquellos que
hasta hace poco tiempo (aunque el imaginario se perpetúa a diario)
considerábamos menores, salvajes, ignorantes y más necesitados de medicina, de
sanidad, de progreso y de desarrollo. Hablo de los pueblos indígenas, de los
pobladores originaros de nuestra América, quienes vivieron y viven otros
tiempos y otras naturalezas.
Resulta, pues,
que existen sistemas de pensamiento, cosmovisiones y formas de ser y vivir en
el mundo y en los territorios, con y dentro de la naturaleza, que no se adaptan
y no se contienen en el discurso del desarrollo, sino que más bien lo enfrentan
desde el subsistir en la diferencia. En el caso de los pueblos indígenas, son
formas que de acuerdo a sus experiencias, testimonios y discursos-y hasta el
momento no he conocido excepción alguna- parten de la idea de buscar y retornar
a los órdenes primarios, al deber-ser como pueblos, como hijos e hijas de un
territorio, de una laguna, de una montaña; de buscar el legado de quienes los
antecedieron, su linaje, para así, sabiendo de donde son y cuál es su misión en
el mundo, saber hacía donde ir, como comunidad y como pueblos.
Esta búsqueda
que se pudo haber ocultado, silenciado y reprimido por siglos, hoy revive,
gracias a las persistencias, a la organización y a la lucha que el movimiento
indígena ha dado en Colombia, en Centro y Sur América. Si en algún momento
pareció que nuestro país se fundó en las luchas campesinas de la tierra, luego
fue claro que la tierra no era igual para el campesino que para el indígena,
porque este último no pelea por cualquier porción de tierra, sino por aquella
que guarda la memoria de su identidad misma, es decir el territorio propio, al
que se ofrenda y se paga, en el que reside la posibilidad de buscar y
reconstruir el sentido de un nosotros, que se resiste a desaparecer. Hacer
entender al Estado y a la sociedad mayoritaria ese vínculo esencial entre un
pueblo indígena y su territorio, permitió que se formularan y reconocieran los
derechos territoriales colectivos de las comunidades indígenas (posteriormente
de las negras) y con ello el derecho a decidir sobre la explotación y el
aprovechamiento de recursos en sus territorios, lo que implica la protección de
la integridad étnico-territorial de los pueblos, que hoy se protege
jurídicamente a través de la ratificación del Convenio 169 de la OIT y la
consulta previa, libre e informada.
Ahora, cuando ya
no son los hacendados, ni el terraje, cuando la disputa por el territorio no
sólo es con campesinos colonos y con terratenientes, y cuando la posibilidad de
desaparecer llega con las grandes empresas, algunas veces nacionales pero en su
mayoría grandes transnacionales, la lucha es por hacer valer los derechos
constitucionales y también consuetudinarios sobre el territorio. Es la lucha
contra el modelo de desarrollo que se impone, es levantarse de la mesa de
negociación, simplemente porque no hay forma de llegar a un acuerdo cuando no
existe un común entendimiento sobre lo fundamental. Y así sean recurrentes las
acusaciones de atentar contra el crecimiento económico del país, de ir contra
el bien general y el interés nacional, de no permitir la generación de empleo,
ni el progreso social; aceptar la incursión y la fijación de capital en
territorio indígena implica renunciar a una forma de vivir y ser en el
territorio, es aceptar la imposición del pensamiento que escinde al ser humano
de la naturaleza para poder así instrumentalizarla y lucrarse de ella; el
pensamiento que nos tiene en una grave crisis ambiental y social.
Cómo aceptar que
el desarrollo de proyectos, que las locomotoras destruyan eso que les ha
permitido subsistir como comunidad, aquello que ha sido perdido y vuelto a
ganar y a construir? Cómo renunciar a los territorios recuperados y
reconocidos, en un país donde si no se es indígena, se es campesino sin
derechos sobre la tierra y muchas veces sin tierra? Defender el territorio
permite la supervivencia cultural, física y económica y da la posibilidad de
buscar el buen vivir2, el volver a la maloka que “es retornar hacia nosotros
mismos, es valorar aún más el saber ancestral, la relación armoniosa con el
medio. Es sentir el placer en la danza que enlaza el cuerpo y el espíritu, es
proteger nuestras sabidurías, tecnologías y sitios sagrados. Es sentir que la
maloca está dentro de cada hijo del sol, del viento, de las aguas, de las
rocas, de los árboles, de las estrellas y del universo. Es no ser un ser
individual sino colectivo, viviendo en el tiempo circular del gran retorno,
donde el futuro está siempre atrás, es el porvenir, el presente y el pasado
delante de uno, con las enseñanzas y las lecciones individuales y colectivas
del proceso de vida inmemorial… Volver a la maloca es entender que no es
posible discutir relaciones entre actores sociales que están presentes en el
mercado sin hacer diferencia entre ellos”3.
Y bueno, lejos
de buscar con esto alimentar ese lugar común del buen salvaje, que conserva la
naturaleza prístina, que jamás se entrega a los lujos y los placeres de la
sociedad modernizada y occidentalizada, y que para muchos y muchas que buscan y
se hayan en los caminos de lo espiritual y lo divino, son maestros, respuesta y
salvación; intento aquí mostrar la situación y posición que ha sido ganada y
alimentada por el ser y el luchar ser, en comunidad y en territorio, en
diferencia y desde la otredad de los pueblos indígenas, luchas que en lo
simbólico, en lo cultural y también en lo organizativo los ponen en ventaja con
respecto a campesinos y campesinas, habitantes rurales y comunidades
afrocolombianas empobrecidas y desarticuladas. Aclaro también que no me opongo
a ese lugar común, a ese imaginario que si bien no corresponde siempre con la
realidad, sí la direcciona, pues de tanto nombrar, hablar y defender un
discurso, éste termina por influenciar la construcción de realidad. Ahora que
este imaginario también responda y replique las dinámicas de mercantilización y
de lucro de y sobre las identidades y los saberes indígenas, es un tema que
sobrepasa la discusión.
Palabras al margen
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