domingo, 24 de marzo de 2013


Del Porqué Nuestros Pueblos Originarios Se Oponen Al “Desarrollo” Y Del Vivir, El Buen Vivir Y El Ser En El Territorio


Cómo aceptar que el desarrollo de proyectos, que las locomotoras destruyan eso que les ha permitido subsistir como comunidad, aquello que ha sido perdido y vuelto a ganar y a construir? Cómo renunciar a los territorios recuperados y reconocidos, en un país donde si no se es indígena, se es campesino sin derechos sobre la tierra y muchas veces sin tierra?
 Catalina Rodríguez Ramos

5 Catalina
Fuente: http://www.asud.net
Dentro de la discusión que da el Estado, las grandes empresas y la industria, cuando se encuentran con que el territorio1 que van a intervenir, explotar, dinamitar o inundar no está despoblado ni desprovisto de bienes y dones naturales ni de significado para una población (sea ésta indígena, afro, campesina, rural o urbana) aparece el argumento y la eterna promesa de desarrollo y progreso para aquellos que vendan, se desplacen y entreguen esa porción de tierra que han trabajado, habitado y sentido. Quienes se oponen a ello, no sólo se enfrentan a un proyecto u obra en particular, sino a los postulados mismos del desarrollo moderno que se asumen como necesarios a nivel cultural, social y económico.
Pareciera que este argumento se vuelve irrebatible al naturalizarse en los modelos económicos de los Estados, imponiendo y expresando una visión particular de existir en y con el mundo, con la naturaleza y con los recursos. Es una visión, tan sólo que es hegemónica y universalista y que en nuestro país, que en la última década se ha enfocado en el extractivismo, en la explotación minera y agroindustrial, ha ido de la mano del dinero, de las maquinarias, de las aplanadoras y también de las motosierras, las balas, los gases lacrimógenos y el bolillo. Pudiera parecer extraño entonces que quienes hoy han podido posicionarse frente a esta visión, con más fuerza, con más apoyo y recursos legales, sean aquellos que hasta hace poco tiempo (aunque el imaginario se perpetúa a diario) considerábamos menores, salvajes, ignorantes y más necesitados de medicina, de sanidad, de progreso y de desarrollo. Hablo de los pueblos indígenas, de los pobladores originaros de nuestra América, quienes vivieron y viven otros tiempos y otras naturalezas.

Resulta, pues, que existen sistemas de pensamiento, cosmovisiones y formas de ser y vivir en el mundo y en los territorios, con y dentro de la naturaleza, que no se adaptan y no se contienen en el discurso del desarrollo, sino que más bien lo enfrentan desde el subsistir en la diferencia. En el caso de los pueblos indígenas, son formas que de acuerdo a sus experiencias, testimonios y discursos-y hasta el momento no he conocido excepción alguna- parten de la idea de buscar y retornar a los órdenes primarios, al deber-ser como pueblos, como hijos e hijas de un territorio, de una laguna, de una montaña; de buscar el legado de quienes los antecedieron, su linaje, para así, sabiendo de donde son y cuál es su misión en el mundo, saber hacía donde ir, como comunidad y como pueblos.

Esta búsqueda que se pudo haber ocultado, silenciado y reprimido por siglos, hoy revive, gracias a las persistencias, a la organización y a la lucha que el movimiento indígena ha dado en Colombia, en Centro y Sur América. Si en algún momento pareció que nuestro país se fundó en las luchas campesinas de la tierra, luego fue claro que la tierra no era igual para el campesino que para el indígena, porque este último no pelea por cualquier porción de tierra, sino por aquella que guarda la memoria de su identidad misma, es decir el territorio propio, al que se ofrenda y se paga, en el que reside la posibilidad de buscar y reconstruir el sentido de un nosotros, que se resiste a desaparecer. Hacer entender al Estado y a la sociedad mayoritaria ese vínculo esencial entre un pueblo indígena y su territorio, permitió que se formularan y reconocieran los derechos territoriales colectivos de las comunidades indígenas (posteriormente de las negras) y con ello el derecho a decidir sobre la explotación y el aprovechamiento de recursos en sus territorios, lo que implica la protección de la integridad étnico-territorial de los pueblos, que hoy se protege jurídicamente a través de la ratificación del Convenio 169 de la OIT y la consulta previa, libre e informada.

Ahora, cuando ya no son los hacendados, ni el terraje, cuando la disputa por el territorio no sólo es con campesinos colonos y con terratenientes, y cuando la posibilidad de desaparecer llega con las grandes empresas, algunas veces nacionales pero en su mayoría grandes transnacionales, la lucha es por hacer valer los derechos constitucionales y también consuetudinarios sobre el territorio. Es la lucha contra el modelo de desarrollo que se impone, es levantarse de la mesa de negociación, simplemente porque no hay forma de llegar a un acuerdo cuando no existe un común entendimiento sobre lo fundamental. Y así sean recurrentes las acusaciones de atentar contra el crecimiento económico del país, de ir contra el bien general y el interés nacional, de no permitir la generación de empleo, ni el progreso social; aceptar la incursión y la fijación de capital en territorio indígena implica renunciar a una forma de vivir y ser en el territorio, es aceptar la imposición del pensamiento que escinde al ser humano de la naturaleza para poder así instrumentalizarla y lucrarse de ella; el pensamiento que nos tiene en una grave crisis ambiental y social.

Cómo aceptar que el desarrollo de proyectos, que las locomotoras destruyan eso que les ha permitido subsistir como comunidad, aquello que ha sido perdido y vuelto a ganar y a construir? Cómo renunciar a los territorios recuperados y reconocidos, en un país donde si no se es indígena, se es campesino sin derechos sobre la tierra y muchas veces sin tierra? Defender el territorio permite la supervivencia cultural, física y económica y da la posibilidad de buscar el buen vivir2, el volver a la maloka que “es retornar hacia nosotros mismos, es valorar aún más el saber ancestral, la relación armoniosa con el medio. Es sentir el placer en la danza que enlaza el cuerpo y el espíritu, es proteger nuestras sabidurías, tecnologías y sitios sagrados. Es sentir que la maloca está dentro de cada hijo del sol, del viento, de las aguas, de las rocas, de los árboles, de las estrellas y del universo. Es no ser un ser individual sino colectivo, viviendo en el tiempo circular del gran retorno, donde el futuro está siempre atrás, es el porvenir, el presente y el pasado delante de uno, con las enseñanzas y las lecciones individuales y colectivas del proceso de vida inmemorial… Volver a la maloca es entender que no es posible discutir relaciones entre actores sociales que están presentes en el mercado sin hacer diferencia entre ellos”3.

Y bueno, lejos de buscar con esto alimentar ese lugar común del buen salvaje, que conserva la naturaleza prístina, que jamás se entrega a los lujos y los placeres de la sociedad modernizada y occidentalizada, y que para muchos y muchas que buscan y se hayan en los caminos de lo espiritual y lo divino, son maestros, respuesta y salvación; intento aquí mostrar la situación y posición que ha sido ganada y alimentada por el ser y el luchar ser, en comunidad y en territorio, en diferencia y desde la otredad de los pueblos indígenas, luchas que en lo simbólico, en lo cultural y también en lo organizativo los ponen en ventaja con respecto a campesinos y campesinas, habitantes rurales y comunidades afrocolombianas empobrecidas y desarticuladas. Aclaro también que no me opongo a ese lugar común, a ese imaginario que si bien no corresponde siempre con la realidad, sí la direcciona, pues de tanto nombrar, hablar y defender un discurso, éste termina por influenciar la construcción de realidad. Ahora que este imaginario también responda y replique las dinámicas de mercantilización y de lucro de y sobre las identidades y los saberes indígenas, es un tema que sobrepasa la discusión.

Palabras al margen

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