domingo, 7 de abril de 2013

Unión Patriótica: realidad y ficción


Es la bonanza que nos llega. Con estas palabras describió un pastor evangélico a la Unión Patriótica cuando la bola llegó hasta las cumbres de la cordillera occidental caucana. Eso sucedió en un remoto caserío del municipio del Patía, a mediados de los ochenta, cuando los frentes de las FARC seguían a rajatablas la tregua ordenada por Manuel Marulanda Vélez desde su cuartel general.

Las FARC se tomaron en serio el proceso de paz iniciado por el presidente Belisario Betancur en su primer año de mandato. La Unión Patriótica era una puerta para quienes habíamos optado por la lucha guerrillera y creíamos de buena fe que había llegado el momento de dejar los fierros y confiar en la legalidad. En cambio, para una franja importante de colombianas y colombianos, la Unión Patriótica era una respuesta esperanzadora y competente para romper la hegemonía de los dos grandes partidos que se quedaron con todo el pastel y no le dejaron ni una molécula en la mesa a quienes decían no pertenecer al liberalismo o al conservatismo. 

El Palacio de Justicia, calcinado y humeante, luego de la absurda toma del M-19 y la nihilista retoma de las tropas oficiales, era el más vivo y apocalíptico retrato de la capital colombiana que, durante aquellos días, acogía a más de 3.000 delegados. Toda la gente que llegaba desde los cuatro puntos cardinales del país iba con un solo propósito: crear un nuevo partido político. Era el tiempo de la Unión Patriótica. El teatro Jorge Eliécer Gaitán fue la cuna del primer congreso. Allí los delegados aprobaron por aclamación un programa político de veinte puntos, de los cuales algunos fueron asumidos por la Nación años después, tales como la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente y la elección popular de gobernadores y alcaldes.

Es absurdo mirar a través de los cristales del siglo XXI los sucesos relacionados con la Unión Patriótica. Lo recomendable es emplear unos lentes modelo 1985 para evitar imágenes borrosas o distorsionadas. Colombia era gobernada entonces a través del Estado de Sitio permanente y los tribunales militares juzgaban a los civiles acusados de “subvertir el orden”. Un parágrafo del artículo 120 de la Carta Constitucional dividía a la sociedad en ciudadanos de primera y segunda clase. Los primeros, liberales y conservadores, dominaban por mandato legal toda la estructura ejecutiva del Estado y los segundos tenían derecho al voto pero no podían gobernar. 

Batallando contra un laberinto de leyes restrictivas y antidemocráticas nace la Unión Patriótica. Mientras sus integrantes creían posible cambiar el statu quo a través del encanto que despertaba su programa transformador, otros en cambio, de noche y desde las cloacas, iban preparando una olla podrida para cocinar y pulverizar a los “enemigos del régimen”, mientras enseñaban a la luz del día, teoría constitucional en las facultades de derecho y citaban a Maurice Duverger. 

En el mundo de las FARC los diálogos con el gobierno de Betancur eran vistos con entusiasmo. Jacobo Arenas y otros cuadros de la organización reunían cualidades para ganar el sufragio de la ciudadanía. Hacia allá iban las FARC. Hacia la política abierta hasta que la matanza de líderes de la Unión Patriótica las hizo recular. Vuélvanse a las montañas porque nos van a exterminar, se corrió la voz entre las distintas estructuras de la guerrilla. Vuélvanse que es una trampa, coreaban los estafetas. Quién preparó la trampa. Quién ordenó la matanza. Quién se cargó el proceso de paz con las FARC. Quién ordenó sacar de la contienda política a la Unión Patriótica. Un largo etcétera de preguntas y pocas respuestas hasta ahora.

Las FARC hubieran podido llegar a la Unión Patriótica. No llegaron porque hubo potencias activas, enroscadas en distintas esferas del poder, que lo impidieron. Fuerzas que hicieron suya la temeraria teoría del “enemigo interno”, y de este modo, obtuvieron luz verde para barrer a la oposición de izquierda por los medios que fueran, sin descartar por supuesto, el asesinato selectivo. 

Recuerdo que asistí al primer congreso de la Unión Patriótica y recibí mi acreditación de delegado en la sede del Concejo de Bogotá, donde funcionaba la comisión de credenciales. Llegué a Bogotá con los brazos arañados porque días antes me había extraviado con una comisión de guerrilleros en un nudo selvático del municipio de El Tambo, Cauca, y nos tocó batallar contra las zarzas para salir de allí. Eran otros tiempos. Éramos una organización modesta en hombres y recursos. 

Sobre uno de mis hombros colgaba una carabina M-1 recortada y buena parte de los integrantes del frente guerrillero lucían bluyines e iban armados con escopetas y revólveres. Pensar que la guerrilla podía tomarse el poder con lo que tenía en ese entonces es uno de los más extravagantes disfraces que se emplearon como excusa para tirarse el proceso de paz que había comenzado con expectativa en el desfiladero del río Duda. 

Cuando transcurrían los primeros meses de la tregua, volví del congreso de la Unión Patriótica y participé en varios actos públicos porque todo indicaba que ya nos quedaba poco tiempo en el monte, puesto que parecía inminente y palpable el anhelado espacio que permitiera a la guerrilla saltar a la arena política sin recurrir a las armas. Así pensábamos en la guerrilla pero no pensaban lo mismo quienes estaban empeñados en que la guerra fría se definiera en favor de Washington e hicieron toda suerte de diabluras para que el proceso fracasara y así quedar con las manos libres para ensañarse contra la gente de la Unión Patriótica. 

Cuando estuve en Argelia, Cauca, sin armas, participando en una concentración política me llamó la atención la ambivalencia de los miembros de la policía que merodeaban el acto, ya que algunos de ellos se comprometieron a protegerme y otros por el contrario querían impedir mi participación. Así funcionaba la tregua en los teatros de operaciones. Unos militares dispuestos a cumplirla y otros empeñados en reventarla. La cuerda no aguantó el peso y al final se reventó. 
Los campesinos del Macizo Colombiano y de la alta y media bota caucana que fueron a escuchar a Jaime Pardo Leal, el fogoso orador y candidato presidencial por la Unión Patriótica asesinado en 1987, lo vieron por última vez en la plaza de mercado del Bordo. Estaba comiéndose una sandía mientras conversaba y carcajeaba con una vendedora de frutas. Pardo Leal y otros miles de militantes de la Unión Patriótica, con sus meros discursos y su fe de carboneros, seguían recorriendo el país para convencer a la frutera del Bordo y a millones como ella que sólo la paz y la justicia social podían redimirlos. Esa fue su culpa. 

No puede tildarse más que de alevosía todas las argumentaciones que por estos días realizan algunos analistas para justificar el asesinato de una generación completa de la izquierda colombiana. Varios columnistas se han puesto a la tarea de encontrarle pelos negros a un gato blanquísimo. Pretenden asociar los orígenes y la actividad de la Unión Patriótica con prácticas violentas. Hacen suya la expresión evangélica - el que a hierro mata a hierro muere – para razonar cada uno de los asesinatos cometidos contra esta colectividad. Sembraron violencia y por tanto cosecharon violencia. Así la están contando en sus escritos. 

Lo que no cuentan es que los estatutos originales de la Unión Patriótica no daban pie a equívocos con relación a la forma de hacer política. Todos los miembros del partido, conforme al artículo primero de los estatutos inscritos ante el Consejo Electoral, debieron ceñirse a la carta de derechos y obligaciones consagrados en la Constitución. Y no era bla bla bla. Está probado, hasta el sol de hoy, que no hay una sola víctima de la Unión Patriótica que haya perecido en un combate, y sin embargo, todos murieron a bala. No hay un solo expediente que demuestre lo contrario. Era gente que estaba haciendo la tarea política conforme a las leyes vigentes del país, y sin embargo, los trataron como combatientes y con el agravante de que los mataban a traición. Por la espalda. 

Colombia: Democracia Incompleta se intitula un libro sencillo y práctico escrito por un ex viceministro de defensa de Colombia del actual gobierno. El ensayo que comparto a rasgos generales amén que recomiendo su lectura, es un memorial de agravios contra lo que ha sido y es el actual régimen político colombiano. El exfuncionario de Mindefensa niega que en Colombia existan derechos para la oposición política y recuerda que el Frente Nacional “pasó por alto la existencia de pequeñas expresiones políticas como el Partido Comunista”. Lo que no entiendo ahora es por qué razón el autor de este ensayo se opone tan fieramente en sus comentarios a que el gobierno y la guerrilla puedan llegar a un acuerdo para destapar el actual sistema político que, como él bien lo argumenta en su investigación, es “cerrado, excluyente y golpea a la oposición”. 

Todo esto lo cuento porque el tema de la Unión Patriótica salió a flote en estos días tan extraños en los que los antiguos pacificadores se volvieron generales de la noche a la mañana y sin haber echado un tiro en su vida, no ven la manera de demoler los diálogos con las FARC. Lo cuento también porque ya se perfila en el horizonte el tema de la participación y las garantías políticas en Colombia y bien vale la pena echar una mirada desde el retrovisor al reguero de muertos que quedaron a la orilla del camino. La Unión Patriótica estuvo dando la cara y la vida cuando muchas de las oenegés que tanto ruido hacen ni siquiera existían. Algo que nadie debe olvidar: los cientos de militantes de la Unión Patriótica martirizados fueron leales a su destino. No todos los políticos colombianos pueden decir lo mismo.


Rebelión

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