miércoles, 3 de abril de 2013

"Paz jurídico-social" y "Paz transformadora"

En los debates recientes sobre el actual proceso de paz se suele distinguir con razón entre una posición reductiva para la cual el propósito de la negociación es la dejación de las armas por parte de la guerrilla y su inserción en la institucionalidad democrática (proceso reducido a la “desmovilización” y al cese del conflicto armado), y entre una visión más compleja que asume que el proceso debe incluir y traer consigo reformas estructurales de la sociedad, que remedien los grandes problemas de inequidad económica y política del país (enfoque jurídico-social del proceso).
Evidentemente se trata de dos visiones que suponen dos maneras muy distintas de comprender el conflicto armado, así como la misma paz: en el primer caso, el conflicto se entiende como una guerra entre un Estado legítimo y una organización criminal, y la paz como la neutralización de toda forma de violencia que exceda la violencia “legítima” del Estado, y que atente contra la seguridad y productividad del sistema social; en el segundo caso, en contraste, se reconoce que el conflicto responde a una diversidad de formas de violencia directa y estructural que se derivan de la incapacidad del Estado para garantizar los derechos políticos, civiles y sociales, tal y como es exigido por los Derechos Humanos, con lo cual se asume que la paz implica que pueda implementarse, en el país, el Estado social de derecho que ya estaría en gran medida legalmente constituido y reconocido por la constitución del ‘91.
Sin duda alguna, como lo han anotado diversos columnistas, académicos y otros generadores de opinión, la primera es una visión muy problemática que no sólo desconoce y oculta las raíces de la lucha armada, sino que contribuye a la reproducción de las formas de inequidad política y social, al rehusarse a confrontar las formas de violencia estructural que han alimentado al conflicto por más de 50 años. Sin embargo, en lo que sigue no quiero detenerme en las críticas que pueden planteársele a este enfoque tan cuestionable, lo que en gran medida puede hacerse adoptando el llamado enfoque jurídico-social, sino que me interesa pensar más críticamente este último, sin perder de vista, en todo caso, que es un punto de vista mucho más aceptable y sostenible que el primero.
Sin desconocer la importancia de los derechos políticos y sociales que está en la obligación de garantizar un Estado social de derecho, quisiera sugerir que la visión jurídico-social de la paz no permite ver otras formas de violencia que han atravesado y estructurado a la sociedad colombiana, en un vínculo muy estrecho con las formas de violencia estructural; y tampoco logra reconocer el papel que pueden jugar para la construcción de paz formas de tratamiento y confrontación de esas violencias, que no se acogen simplemente a los canales de participación institucionalizados y a los mecanismos jurídicos de intervención. Además, este punto de vista jurídico-social puede perder de vista una comprensión política, no puramente legal (o legalista) de los derechos, de acuerdo con la cual éstos pueden ser usados en acciones colectivas como “argumentos” para construir escenas de litigio y razones polémicas, en los que se ponen en juego otras formas de vida y trazados de lo común.
En parte, esta perspectiva que quiero plantear aquí ha sido elaborada recientemente por los movimientos sociales, en particular por el Congreso de los pueblos, a través de la noción de “paz transformadora”. Con este planteamiento se trata de reconocer que la violencia político-social que ha sufrido el país no ha tenido que ver solamente con un Estado social de derecho débil o poco consolidado, sino con mecanismos de violencia no sólo estructural sino cultural o simbólica que han impedido que las comunidades puedan establecer, desde lo local, prácticas y modos de relación que permitan elaborar colectivamente sus problemas y comprensiones del buen vivir, pero sobre todo, que desde su contingencia local puedan hacer ver que se trata de cuestiones que pueden concernirles a todos los colombianos.
En este sentido, una comprensión transformadora de la paz asume que la guerra no sólo ha impedido la implementación del Estado social de derecho y de las mentalidades y comportamientos que éste requeriría, sino que ha producido prácticas y subjetividades condicionadas por la lógica de la guerra, que no se pueden desmantelar simplemente con la implementación de las medidas jurídicas existentes, sino a través de una transformación de las prácticas y de las formas de vida, que parta desde los mismos tejidos sociales desgarrados por la violencia. De esta forma, se insiste en la importancia de que las comunidades puedan organizar modos de acción en los que ellas mismas puedan hacer visibles formas de explotación, exclusión, marginalización, fenómenos de desigualdad, de coerción o dominación tanto “simbólicos” (que operan en prácticas de lenguaje explícitas y en la operación misma del lenguaje como imposición de un cierto sentido) como “sistémicos” (es decir, que funcionan como parte de los mecanismos de la gubernamentalidad económico-política), y que en muchos casos son invisibilizados por los mecanismos gubernamentales de los llamados regímenes democráticos, particularmente, por aquellos neoliberales.
Así, lo que se reivindica con la idea de una paz transformadora es que la construcción de paz, por lo menos de una paz democrática, implica aceptar que el pueblo de la democracia no es una unidad que debe adaptarse o conformarse a ciertas mentalidades para lograr su “propio progreso social”, sino una pluralidad que excede siempre los mecanismos mediante los cuales pretende ser contada, representada, visibilizada a través de las instancias gubernamentales y de las instituciones estatales.    
Con todo esto lo que apunto a subrayar finalmente es que el trabajo de experimentación política, que se realiza actualmente en organizaciones como el Congreso de los pueblos, no permite meramente insistir en que los movimientos sociales participen del proceso de negociación y sean tenidos en cuenta en los proyectos institucionales de construcción de paz, sino que allí en tales experiencias ya se están produciendo reconfiguraciones de estructuras políticas y sociales; ya se están tejiendo nuevas formas de relación local; ya se está mostrando la posibilidad de que las comunidades identifiquen y elaboren sus problemas para incidir desde abajo en los programas institucionales; pero sobre todo ya se está generando una institucionalidad alternativa desde la participación popular, que nos exige repensar los mecanismos de representación, las formas de auto-gobierno y auto-gestión, y lo que entendemos por democracia.
Al posibilitar la confluencia de una diversidad de procesos sociales que intentan articular otra visión de mundo, distinta a la lógica de la productividad dominante en los Estados democráticos liberales, sobre cuestiones cruciales en las actuales circunstancias (tierra-territorio; discusión del actual modelo de producción; el problema del “buen vivir” que emerge desde las singularidades culturales; la pregunta por una ética de lo común que asuma la singularidad cultural; las formas de intervención que permiten confrontar desequilibrios sociales, ambientales e injusticias), allí se inventan formas de escenificación que permiten reconfigurar los conflictos guerreros en conflictos políticos, y se construye ya en cierto sentido paz: una paz conflictiva, que no se “hace” meramente ni meramente se proyecta como un estado final al que lentamente hay que llegar, sino que va emergiendo también de acciones en las que se va compartiendo el mundo, en las que el mundo se va volviendo común.

Palabras al margen

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