martes, 21 de mayo de 2013

Epitafio

Cada ser humano tiene la estatura de su enemigo. Regocijarse por la muerte de Jorge Videla revela la condición de quienes, más tarde o más temprano, de una manera u otra, con esta o aquella justificación, se han acomodado al sistema defendido por la junta militar de secuestradores.

Blasfemar contra un personaje en todo y por todo menor permite a no pocos vivir satisfechos en la desolada Argentina de 2013. Si la justicia consiste en llevar a la cárcel a las figuras visibles de secuestros, torturas y asesinatos... pues se ha hecho justicia: el comandante de torturadores fue juzgado y condenado en 1983, tuvo años de cárcel y murió en prisión.

¡Todos tranquilos y felices! ¡Videla ha sido derrotado! También Massera, y Suárez Masón y...

Por mi parte, no puedo sentir paz ni satisfacción; tanto menos alegría.

No se hizo justicia. El enemigo no eran Videla y su caterva.

Soy uno de los pocos sobrevivientes de un destacamento que resistió en los principales centros políticos del país durante más de cinco años de terrorismo de Estado: desde mediados de 1973 a mediados de 1978. La muerte del dictador no cierra la herida abierta por camaradas secuestrados, torturados y asesinados. Entre ellos Ana María Piffaretti, entonces mi compañera, llamada Inés Castellano en la clandestinidad. Pero tampoco es ese dolor sin cura por los camaradas desaparecidos lo que impide la satisfacción.

Sufrimientos y muertes eran una certeza calculada de la batalla emprendida. Éramos conscientes de lo que hacíamos y afrontábamos. Y estábamos felices por hacerlo. Ni en aquellos duros momento ni más tarde nos dejamos ganar por la cómoda idea de que es posible alcanzar la libertad y la justicia sin grandes sacrificios. Luchábamos -como hoy- por una revolución socialista. No pedimos tregua cuando los asesinos uniformados estaban en su apogeo. No la concedimos después, cuando fueron reemplazados por civiles. Mucho menos nos cebaríamos en los desechos humanos una vez condenados. Antes y después fuimos protagonistas de la lucha de clases y no plañideros por los "derechos humanos" según la definición impuesta al mundo por James Carter a nombre del imperialismo. Sabíamos que "en una revolución, cuando es verdadera, se triunfa o se muere".

Está a la vista: 37 años más tarde quienes armaron aquella máquina mortífera, quienes lanzaron contra el país a los esbirros y después los reemplazaron por supuestos demócratas, resultaron vencedores. Vencedores exhaustos de una victoria sin futuro, pero tangible y costosa. No ya para los revolucionarios, sino para Argentina toda.

Basta comparar nuestro país de hoy con el de 10, 20, 30 y 40 años atrás, para comprobar que la caída no ha cesado ni por un instante. Al contrario: es cada vez más acelerada, abarcadora y destructiva. No se pierde una confrontación histórica sin pagar el precio.

Para ellos el monto consistió en encarcelar y escupir a sus monstruos; perder fuerzas armadas, partidos, iglesia, sindicatos, que tendrían no obstante la sobrevida necesaria para asestar el verdadero golpe.

Para nueve de cada diez argentinos el costo fue más oneroso: asistir pasivamente a la destrucción de las más valiosas columnas de la nación; ver la degradación corroyéndolo todo; aceptar la mentira entronizada, el saqueo como motor principal, la ineptitud y la inmoralidad como condición necesaria.

Que los farsantes nunca involucrados en la lucha contra la explotación, jamás comprometidos en la resistencia a la dictadura, celebren cuando la muerte viene a poner punto final a una vida cobarde e innoble. Que los ladrones se vistan con galas de justicieros. Que los dispuestos a doblarse primero para romperse después traten de parecer magnánimos mientras pugnan por una banca o un cargo. Que los débiles de espíritu descarguen contra el asesino muerto todo lo que ya no le endilgan al sistema del que ahora son parte. Nada de eso importa demasiado hoy, ni durará más de un instante.

Argentina está nuevamente en el prólogo de una gran conmoción, mientras los centros de la economía capitalista se agrietan, tambalean y anuncian el derrumbe.

En honor a los ideales y a quienes cayeron en su defensa, siquiera le otorgamos carácter de enemigo a quien llegó al extremo de secuestrar recién nacidos. No son esos nuestros enemigos, como no podría serlo el hacha alzada por un verdugo.

Nuestro enemigo es el sistema que brutaliza y envilece. No hay perdón para ese mecanismo enajenante, degradante y destructor. Ni para quienes con diferentes disfraces lo sostienen y usufructúan.

Rebelión

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